Para ninguno de nosotros es un misterio el vertiginoso avance de la tecnología. Hace algunos años era impensado que pudiésemos encomendarles tareas a equipos electrónicos, menos a un teléfono. Estas tareas son de diversa índole: algunas son más simples, como realizar el pedido de un supermercado; otras, más complejas, como la conducción de un vehículo motorizado.
El proceso judicial no ha sido la excepción, dado que en distintas latitudes se ha empleado la tecnología como coadyuvante en la administración de justicia. A modo de ejemplo, en Estonia se creó un juez robot para causas de cuantía menor, mientras que en China se ha utilizado a Xiao Fa con el propósito de estandarizar condenas y generar borradores de sentencias en el ámbito penal. En nuestras latitudes también se han dado casos: en Argentina, por ejemplo, se implementó Prometea, el primer sistema de inteligencia artificial aplicable a los procesos. Se trata de un programa que, mediante el apoyo de un asistente de voz, permite realizar tareas que van desde la búsqueda de dictámenes y decretos hasta la redacción de un dictamen.
Todos los casos descritos con anterioridad tienen un común denominador: el uso de la inteligencia artificial (en adelante, IA). Para comenzar, no existe consenso a la hora de definirla, puesto que el concepto de inteligencia es de por sí multidimensional. A modo de ejemplo, LÓPEZ (2020) sostiene que se trata de un área de la ciencia cuyos objetivos consisten en “construir sistemas (físicos o virtuales) capaces de deducir, razonar, resolver problemas, planificar, aprender; procesar lenguajes naturales, mostrar creatividad, inteligencia social y general, así como tener también capacidad de movimiento y percepción”. Por su lado, BELLMAN (1978) postula que se trata de “[La automatización de] actividades que asociamos con el pensamiento humano, actividades como la toma de decisiones, la resolución de problemas, el aprendizaje.”
En base a lo expuesto, se infiere que el objetivo de estos instrumentos consiste en replicar la forma en que el ser humano toma decisiones para aplicarlo a actividades cotidianas. Para cumplir con dicho objetivo, algunos de estos sistemas trabajan con lógica matemática; otros, mediante una imitación a la red neuronal humana. Sobre este último punto, para que la IA opere requiere de datos proporcionados por los humanos para que luego la máquina lo procese mediante la guía de un algoritmo. De esa operación se obtiene un resultado, que no es otra cosa que una predicción, esto es, predicción del proceso a través del cual se completa “información perdida”, los datos conocidos se transforman en información desconocida (Agrawall et al., 2022).
Dicho lo anterior, ¿cómo afecta el uso de IA a la actividad universitaria? Para algunos, esta impactaría positivamente en el trabajo en aula —como sería el caso de ChatGPT—, ya que permitiría al docente generar ideas para la planificación de una clase, diseñar actividades para llevarlas a cabo en una sesión, diversificar los métodos de evaluación y explorar y profundizar ideas, así como potenciar el trabajo autónomo del alumno (Ministerio de Educación, 2023).
Sin perjuicio de lo expuesto, no debe concebirse a la IA como una panacea. En primer término, la calidad de la respuesta dependerá de los datos con los que cuente el algoritmo para realizar la predicción. En algunos casos dará respuestas acertadas; en otras, se requerirá de una revisión adicional. En segundo término, depender exclusivamente o abusar de estas herramientas sería nocivo para el desarrollo del pensamiento crítico del alumnado, por cuanto ellos confiarían ciegamente en la respuesta del algoritmo, y dejarían de lado el proceso de reflexión que se espera de un universitario.
Precisamente, la universidad es el lugar donde no solo se generan conocimientos, sino que además se debaten ideas sobre qué es lo mejor para la sociedad. Esa capacidad de dar razones, sea a favor o en contra de algo es lo que enriquece la vida en comunidad y permite formar mejores ciudadanos. Este último punto es clave, puesto que la universidad no debiese enfocarse exclusivamente en la formación de personas especialistas en un área (oda a la tecnocracia), sino de personas que impacten positivamente en el medio en el que se inserten. Esto último exige que se refuerce la importancia de los valores en la formación del estudiantado, tales como la honestidad intelectual, el respeto y la humanidad.
En ese sentido, un uso indiscriminado de estas herramientas privilegian la inmediatez por sobre la reflexión, dado que se ve al programa como un medio para obtener un fin (en muchos casos, obtener una buena calificación). Por ese motivo, es recomendable potenciar métodos de evaluación que diversifiquen las habilidades o competencias a medir, puesto que en caso contrario se cumplirán con las tareas, pero el aprendizaje estará vacío. Si no, correríamos peligro de caer en una cultura utilitarista en la que se considera bueno aquello que beneficie a la mayoría. En otros casos, que el fin de obtener una buena calificación justificaría los medios (que un software me haga la tarea).
En síntesis, el llamado es respetar el lugar que le corresponde a la reflexión en el quehacer universitario, puesto que es una de las actividades más humanas que podemos realizar. No nos privemos de discutir y pensar solo para obtener una buena calificación. Seamos menos utilitaristas y más preocupados del conocimiento como algo valioso por sí mismo si nos queremos tomar la universidad en serio.
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