Las personas portadoras de una condición TEA se caracterizan por presentar un amplio abanico de signos y síntomas de diversidad cuantitativa y cualitativa que afectan el área de la comunicación; la interacción y habilidades sociales, y el comportamiento (el cual puede manifestar particularidades o intereses restringidos).
En los casos más profundos, se afecta la capacidad simbólica y representativa, lo que les limita en una función central de los seres humanos: la capacidad de expresarse a través del lenguaje oral o escrito. Como tal función simbólica y representativa se desarrolla habitualmente a partir de los 18 meses, una primera señal de alerta, que exige ser chequeada en nuestros niños lactantes y preescolares, es el proceso de adquisición del habla, dado que un eventual retraso en dicho hito, puede ser un signo manifiesto. Pero la capacidad simbólica en la niñez se manifiesta en todas las expresiones infantiles voluntarias, por lo que, además, se puede reflejar en sus dificultades grafomotrices, incapacidad para desarrollar dibujos acordes a su edad evolutiva, o imposibilidad para iniciar juegos de ficción.
Dado que estas señales de alerta son posibles de identificar desde la primera infancia, cobra especial relevancia la detección precoz de la condición TEA, ya que, de este modo, es posible programar la intervención transdiciplinaria que se requiere, y con ello, mejorar las expectativas de desarrollo, la posibilidad de potenciar sus capacidades y resguardar al máximo su calidad de vida y funcionamiento adaptativo. Para ello, en la actualidad se cuenta con herramientas de detección y despistaje, que permiten hacer un tamizaje oportuno, siempre que padres, madres y profesionales de la infancia estén atentos a las señales de alerta.
Desde el año 2000 a la fecha, según fuentes oficiales, se ha producido un aumento significativo en el diagnóstico de esta condición, pasando de 1 cada 150 niños al inicio del nuevo milenio a 1 cada 44 al año 2018.
¿Cómo podemos explicar este incremento significativo? Posiblemente, el siglo XXI ha permitido derribar mitos y temores acerca del autismo, diagnóstico que antiguamente era solo criterial, etiquetario y lapidario. Hoy en día, en cambio, requerimos diagnósticos funcionales que permitan valorar fortalezas y herramientas a potenciar, para ir en sintonía con la educación inclusiva, y del fortalecimiento de habilidades conceptuales, prácticas y sociales que vayan dando autonomía a la persona y a sus familias.
Desde la academia, por tanto, tenemos el desafío de formar profesionales psicólogos y psicólogas que estén preparados desde su formación de pregrado para un diagnóstico clínico precoz, y para trabajar en equipos multiprofesionales, comprendiendo además el lenguaje y la nomenclatura común de fonoaudiólogos, educadores, terapeutas ocupacionales, médicos de especialidad, que están abocados en la tarea de trabajar por el bienestar de las personas que portan una condición TEA.
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